“Su atención por favor, un
pasajero necesita asistencia médica; si se encuentra un médico a bordo, le solicitamos
contactarse con el personal de cabina”.
Así empezaron mis
vacaciones.
El pasajero que necesitaba
asistencia médica a la 4 de la mañana y en pleno vuelo era, por supuesto, mi
hija, que paradójicamente, vo-la-ba de fiebre que el antitérmico no lograba
bajar.
Detengámonos un minuto en
la parte en la que le estábamos dando Paracetamol y no Ibuprofeno, porque mi
marido juraba que “en la mochila no está, no estaaaa, te lo olvidasteeee”. Y
como yo no me podía mover, atrapada debajo de la beba, que chivaba como un
defensor de Excursionistas, y trabada por el señor de la derecha, que roncaba
como un idem; confié ingenuamente en que mi media naranja, si pudo hacer un
master en USA, podía localizar un frasquito de Ibuprofeno tamaño apto para
aviones (que EL me había dado “por las dudas” esa misma tarde) en una mochila
–su mochila. El frasquito, previsiblemente, estaba donde yo le decía que lo
había puesto, pero de eso no me enteré hasta varias horas más tarde; así que
sigamos por la parte en la que 2 abnegados profesionales de la salud, con cara
de dormidos (un Pediatra, gracias a todos los santos, y un oftalmólogo, que no
servía para mucho pero daba apoyo moral), llegaron al rescate.
El tipo me puso cara de “si
pensás bajarle los 39 grados y medio con Paracetamol te deseo suerte” y se
lanzó a la búsqueda de ibuprofeno líquido, que por supuesto nadie tenía, a
pesar de que en el avión había más chiquitos que adultos. Finalmente luego de
una búsqueda exhaustiva (recordemos que era una indecente hora de la madrugada
y estábamos a varios miles de pies de altura), alguien tuvo la brillante idea
de pinchar una cápsula blanda de Ibuprofeno (esas de las propagandas en las que
hay deportistas musculosos, no bebés), y darle con una cucharita a ver qué
onda.
Le bajó un poco, le volvió
a subir, le bajó, le subió, y cuando llegamos estaba de nuevo en más de 39.
Temiendo que nos deportaran por ingresar al país alguna pandemia, logramos
pasar migraciones poniendo cara de inocentes, y recuperar el equipaje que
contenía la salvación: el antibiótico que EL también me había dado, también por
las dudas, también esa misma tarde. Porque
resulta que la pioja, ya que tenía pensado enfermarse en vacaciones, por lo
menos tuvo la delicadeza de despertarse esa misma mañana con 37.4 y permitirme
hacer una escapadita preventiva al consultorio, que es el programa que todos
queremos hacer el día que nos estamos yendo de vacaciones, sobre todo si no
tenemos las valijas listas. No me envidien.
Si algo aprendí en este año
y medio que llevo de madre es que los chicos, si lo que tienen no es grave, se
recuperan muy rápido. Lo que a mí me lleva una semana de sentirme para el
culo, a mi hija le toma 3 horas de
siesta (claro, ella no está aparte corriendo atrás de nadie, ni cambiando
pañales, ni bancándose a mi jefe, en definitiva no tiene mucho más que hacer aparte
de combatir al virus o bacteria que la molestaba). Cuestión que entre el antibiótico, el
ibuprofeno milagrosamente hallado en la misma mochila donde unas horas antes no
estaabaaaaaaa, y algunos pufs de Ventolín (sí,
pintó darle también Ventolín ¿y qué?, si la piba me empezaba con
broncoespasmo antes que yo pudiera darme una ducha, me ponía a llorar ahí mismo.
Y no le encajé también reliverán y sales de rehidratación porque me frenaron);
la fiebre empezó a bajar y no volvió a subir y todo siguió su curso normal. Y
mi tesorito volvió a romper los quinotos duro y parejo, saludablemente, el
resto de las vacaciones…