La Vocación. Por EL.
En el momento que uno decide la especialidad que va a seguir al terminar
la Facultad de Medicina, realmente no tiene ni la más mínima idea de lo que va
a enfrentar laboralmente (money, I mean) y mucho menos qué le deparará la
práctica cotidiana. Uno cree que por elegir Pediatría no va a tener que lidiar
con el mundo de los adultos: nada más lejano de la realidad. Porque cuando inocentemente,
decís “prefiero mil veces a los chicos que a los viejos”, te olvidás de un
temita: los padres en general, y LAS MADRES en particular .
Durante la carrera de médico, es inevitable pasar por las salas de
internación de los hospitales, quedando expuesto cotidianamente a sudoración y
escatológicas emanaciones que salen de esos cuerpos donde la vida deja huellas.
Entonces pensás en la pureza de los niños, y que su cuerpo no ha sido invadido
por asquerosas bacterias (hasta que estos monstruitos se vuelven adolescentes y
ahí sí, querido, entre el desajuste hormonal y la poca afección al baño,
agarrate). Pero no se limita sólo a los púberes olorosos, sino que uno debe con
una asiduidad que nadie elegiría, meter la nariz en el pañal de los bebitos,
para reconocer colores, texturas y olores que los papis se desviven por
mostrarle a EL.
Esta intensa relación Padres/Pediatra tiene su génesis en el derrotero
que transcurre este Profesional de la Salud recién salidito de las aulas.
Todo comienza con una traumática formación (la Residencia), que comienza
con la noble tarea de llevar carpetas con historias clínicas de un lado a otro
para que los Especialistas dejen su impronta; y culmina, al pasar al último año
de esta especie de Colimba, con el residente creyéndose la reencarnación de Gianantonio,
creencia que es justificable si pensamos que las salas de internación dependen
de la genialidad del residente superior (esto se debe a la Maestría que
realizan la mayoría de los médicos de planta en Café, Mate, y charlas que no le
interesan a nadie).
Al finalizar la Residencia, los Pediatras vivimos un momento dramático.
La inserción laboral. Son años de mi vida que prefiero olvidar. Atiborrado de
guardias para sobrevivir (incluidos obviamente los fines de semana).
Y un día, siempre algún colega
que te lleva unos años, te encuentra tratando de terminar con esta cruel
existencia, ahorcándote con un estetoscopio o haciéndote el harakiri con un
baja lenguas; y llegan las palabras mágicas: ¿Por qué no empezás a hacer
Consultorio?. Y de repente como una revelación, encontrás una luz al fin del
camino, chiquita, eh! Pero no todo es tan negro. Entonces empezás esta nueva
aventura, dándote cuenta de que casi no habías aprendido nada del manejo del
consultorio en tu formación; y, en la mayoría de los casos, arrancás a atender
sin tener aún tus propios vástagos, con lo cual no tenés experiencia como
Pediatra, ni como Padre. Difícil!
Y realmente te das cuenta que esto es mucho más alegre que esas
interminables guardias. Peeeroooo, resulta que tenés tres pacientes, y con eso
no vivís. Entonces el objetivo pasa a ser aumentar el número de pacientes. ¿Y
cómo podés hacer para lograrlo? simpatía, dedicación, obsecuencia, sumisión…
casi un trapo de piso. Tenés que ser El Agradable, aunque te toque la Madre
Primeriza Desquiciada, el Padre Preguntonto, o el Niño Monstruo que destruye el
consultorio mientras la progenitora habla por celular y te dice: “Es un
segundito, no te molesta, no?”. Y vos, ahí, sentado sonriendo como un imbécil,
listo para una publicidad de pasta dental.
Pero este maquiavélico plan para generar volumen de pacientes, no consiste
sólo en sonreír, sino fundamentalmente en generarle a los padres una
dependencia pediátrica que los lleve a pensar que sin vos, no podrán subsistir;
y que si ellos no siguen religiosamente tus indicaciones, el niño no desarrollará todo su potencial, por
culpa de ellos, obvio (la culpa y la dependencia generan maravillas).
Este plan, lamentablemente, dá resultado. Se acrecienta el número de
pacientes, sí, pero la bola de nieve crece tanto que se vuelve ingobernable. La
dependencia se retroalimenta y recibís llamados de lo más variopinto. Como por ejemplo:
-Llamado de urgencia: “a mi hija se le quedó trabada la cabeza entre los
barrotes de la reja y no puede sacarla. ¿Qué hagooooo?”
-Padre experimentado ya: “el bebé tiene un moquito duro y tosió dos
veces. ¿Es grave?”
-Fin de semana, hora de la siesta: “hola estoy en un asado, ¿Juan puede
comer morcilla?”
-“El bebe se tiró un gas con mucho olor.”
Y así millones de llamados. Hasta que llega un momento en que estás
hablando por teléfono todo el día, no hay descanso, no hay lugar para la
familia. Es desesperante! ¿Qué hago? ¿Vuelvo a las guardias? Ni por toda la guita
del mundo!!!. Dejo la práctica de la medicina? sí señor! paso a trabajar en un
laboratorio! eso es vida, sueldo fijo, vacaciones, aguinaldo, fin de la jornada
laboral a las 17hs. Vas a la entrevista y te encontrás con un personaje que casi
no conocés: Un Jefe! ¿Qué? ¿éste me va a dar órdenes a mi? Yo, que hice 7 años
de facultad, más cuatro de residencia, más la jefatura de residencia, más el postgrado,
más… Olvidate!
¿Y entonces?.... ¿qué?
Entonces hice las paces con el consultorio, los monstruitos y las Mamis,
pero ya no soy más El Agradable, pasé a ser YO MISMO. Basta de esa encantadora
dulzura que empalaga.
Y ahí se produce una selección natural de los pacientes. Los que se
sienten contenidos y acompañados, siguen eligiéndote como Pediatra; y el resto
busca entre la interminable lista que tiene las Obras Sociales, para encontrar
otro profesional que satisfaga sus necesidades. Ese es el momento en el cual comienzan
a ocurrir todas las cosas que reflejamos en este blog. Y el momento en el que uno
empieza a vivir esta profesión con mucha más alegría y honestidad.